Caso de mujer que denuncia por viogen a su pareja por los moratones que se hizo borracha con dos surferos en Agosto 2015

De Violencia de Genero

Un caso primero publicado y luego silenciado por ElDiario.es al hacerse eco Actuall de que elDiario reconocía un caso de denuncia falsa.

Artículo original de ElDiario

Hace algunas semanas, uno de los estómagos agradecidos de la política de la Transición, Joaquín Leguina, se descolgó con unos tuiteos desafortunados y rechazables sobre el tan traído y llevado término de las “denuncias falsas” en violencia de género. 
En España, si dices que hay muchas denuncias por violencia de género que son falsas, eres un machista. — Joaquín Leguina (@LeguinaJ) julio 29, 2015
Al igual que si alguien se pone a explotar cartuchos de dinamita en un valle alpino, lo esperable es que se produzca un alud de nieve, la reacción en este caso era igualmente previsible: le empezaron a bombardear con mensajes relacionados con las estadísticas de criminalidad de la Memoria de Fiscalía General del Estado. Como todos ustedes saben, en el apartado relativo a la violencia sobre la mujer, la incidencia del concepto “denuncia falsa” es nimio, centésimas porcentuales. Vamos, habas contadas con los dedos de una mano, literalmente.
Ahora bien, las estadísticas son tan valiosas como el tipo de datos de que se alimentan. ¿A qué hace referencia la Memoria del Ministerio Público, en realidad? A aquellos supuestos en los que una mujer, denunciante de hechos constitutivos de violencia de género, ha terminado siendo imputada, acusada e incluso condenada, por acusación falsa, denuncia falsa o simulación de delitos, tipificados en los artículos 456 y 457, o bien por delito de falso testimonio en causa criminal, previsto en los artículo 458 y siguientes del Código Penal.
Normal que las estadísticas sean tan bajas. Estos tipos delictivos son auténticos unicornios rosas, supuestos apenas reproducibles en laboratorio. Raras avis. Como puedo seguir acumulando calificativos y perífrasis elocuentes sin que entiendan de que estoy hablándoles, voy a acudir a un ejemplo bien reciente, del que sólo puedo hablar porque ya forma parte de los anales de la jurisprudencia. Que lo pueden consultar en las bases de datos oficiales, vamos, con nombres fingidos como “Eufrasio” o “Agustina” para proteger la identidad de los protagonistas.
Pongámonos en modo imaginativo. Esa pequeña localidad de provincias, en la que hay un pareja mal avenida. Novios durante años, han roto recientemente. De repente, ella se presenta en comisaría con un parte de lesiones y denuncia que su ex la ha mantenido retenida en un garaje de su propiedad durante día y medio, sometiéndola a palizas y vejaciones continuas.
La policía se pone en marcha rápidamente, localiza al supuesto agresor, lo detiene y lo mete en un calabozo, a la espera de ser puesto a disposición judicial. Casualmente, la detención se produce un sábado por la noche, y el juzgado de violencia sobre la mujer de la localidad, que está de servicio permanente de lunes a viernes, los domingos no trabaja. La competencia hubiera debido corresponder al juzgado ordinario de guardia, pero éste tiene tajo para aburrir, pues acababa de explotar una operación antidroga, y hay varios detenidos esperando para vérselas con su señoría, varios de ellos con la seria perspectiva de acabar en prisión. Así que, como están dentro de las setenta y dos horas previstas, la detención se prolonga hasta la mañana del lunes.
A esas horas, tras dos noches en el calabozo, destrozado psicológicamente y con unas perspectivas muy negras, al detenido le toca vérselas con su abogada de oficio.
“La cosa está muy mal”, le dice la letrada. Y tiene razón. “Pero si yo no he hecho nada”, protesta el imputado, “ni siquiera la he visto en toda la semana”. Entonces la abogada se pone en plan madre-maestra, y le explica de qué va la jugada.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo, en caso de delitos en los que sólo hay un testigo, la propia víctima, le da un valor extraordinario a su declaración, siempre que esta tenga tres características:
–Que sea persistente en la incriminación: es decir, que declare lo mismo en todas las fases del procedimiento, sin incurrir en contradicciones.
–Que haya ausencia de incredibilidad subjetiva: en román paladino, que la víctima no tenga motivos claros para buscar el mal del denunciado, como quedarse con la custodia de los niños, el piso o cosas similares.
–Que haya evidencia periférica que corrobore la declaración: por ejemplo, la existencia de un parte de lesiones que, visto por el médico forense, le da una pátina de credibilidad adicional a la versión de la víctima.
En resumidas cuentas, le explicó la letrada, estás listo de papeles. Te enfrentas a una acusación de detención ilegal y lesiones agravadas por ser violencia de género. La minuta empieza a subir a varios años de prisión, de esas cantidades que no permiten eludir los barrotes por no tener antecedentes penales. “Voy a intentar negociar una conformidad en diligencias urgentes, a ver si lo rebajo”.
Efectivamente, la abogada fue a hablar con el fiscal y le ofreció la posibilidad de terminar por la vía rápida, con una confesión de delito de maltrato de violencia de género, una pena de seis meses de prisión, suspensión condicional por ausencia de antecedentes, tres años de alejamiento a 500 metros, y aquí paz y después gloria. Extrañamente, la defensa de la víctima estuvo de acuerdo. En esas condiciones, el fiscal no puso obstáculos a la conformidad.
Y así acabó la historia. El culpable condenado (aunque seguía repitiendo, a quien quisiera oírle, que él era inocente) y la víctima satisfecha. Hasta que pasaron unos meses...
Transcurrido algún tiempo, la víctima estaba en su casa, conectada a una red social, cuando comenzó a chatear con una amiga, conocida común de su exnovio. 
–Oye, qué cosa tan rara lo de fulano, ¿no?
–¿A qué te refieres?
–A que siga por ahí repitiendo que él no te hizo nada, que te lo has inventado todo.
–Que diga lo que quiera, ya hay una sentencia de un juez.
–Ya, espera, es que he estado haciendo memoria, y ese fin de semana, precisamente, tú te lo pasaste en mi piso, en la capital. 
–¿Y qué?
–Que no te vimos mucho el pelo, precisamente, porque te pasaste casi todo el tiempo encerrada en la habitación con aquellos dos surferos que te tiraste.
–...
–Que mucho te descojonabas de los moratones que te habías hecho, entre el polvo a tres bandas y lo pedo que ibas.
–Mira, que se joda. Así paga por todo lo que me hizo estos años.
–Ya, pero es que has conseguido que condenen a un inocente.
[Menganita ha abandonado la conversación]
Cuando le llegó ese extracto de conversación telemática, la abogada del acusado en falso montó en cólera. Se plantó en Fiscalía y pidió hablar con el responsable de criminalidad informática, para saber cómo podía validar esa prueba, y qué hacer con ella. A partir de ahí, empezó una investigación de la Fiscalía, que acabó reuniendo pruebas para acusar a la falsa víctima de denuncia de género y conseguir su condena, sentencia que hoy en día es firme.
Con esa sentencia condenatoria, que reconocía la falsedad de las pruebas en el primer juicio, se produjo uno de los fenómenos jurídicos más raros de ver para un jurista en ejercicio: una sentencia en un Procedimiento Excepcional de Revisión, lo único que puede deshacer la firmeza de una sentencia, en este caso la del primer juicio. El falso condenado fue absuelto, hoy en día su nombre está limpio y su historial carece de antecedentes penales.
Esta es una de las cinco o seis situaciones en las que, cada año, consigue demostrarse la falsedad de una imputación por violencia de género. Algo casi tan difícil de encontrar como un trébol de cuatro hojas.
Sin embargo, existen otros muchísimos casos que despiertan sospechas entre los profesionales.
Por ejemplo, ese matrimonio a punto de divorciarse, en el que repentinamente aparece una denuncia por amenazas y maltrato psicológico habitual. En la primera visita al juzgado de violencia de género, ella comienza a relatar los continuos insultos y humillaciones que ha tenido que sufrir los últimos años, que ha soportado pacientemente, hasta que esta mañana su marido ha dicho que prefiere matarla a ella y prender fuego al piso antes de permitir que le echen.
En el juzgado de violencia de género, tras escuchar a víctima y denunciado, éste dice que tienen discusiones, y que suelen elevar mucho el tono de voz, pero que lo de los insultos es bidireccional, que ella da tanto como recibe, y que no se calla ni debajo del agua. Que de las amenazas, jamás de los jamases.
De primeras, el juez suele dictar orden de protección para la víctima, que incluye la obligación del denunciado de abandonar su domicilio, lo que suele hacer tras salir de comisaría, donde ha pasado la noche. A continuación, se le prohíbe acercarse a una distancia equis de su esposa, de su domicilio, lugar de trabajo o cualquier lugar en el que ella se encuentre, mientras dure la tramitación de la causa. Respecto a las medidas civiles, tiene derecho a visitas puntuales con los hijos en común, pero suelen ser en un “punto de encuentro neutral”, para evitar el contacto entre agresor y víctima protegida.
Finalmente, tras algunos meses, o años, de tramitación, el asunto llega a juicio. Los peritos de la Unidad de Valoración Forense Integral no son concluyentes, no ven una situación de dominación del hombre sobre la mujer. Y curiosamente, el día del juicio, tanto acusado como víctima se acogen a su derecho a no declarar, ésta última por un anacrónico artículo 416 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. A partir de aquí, la sentencia será absolutoria en el 99% de las ocasiones. En muchos casos, si la negativa a declarar de la mujer se produce ya en la fase de instrucción, el asunto no llegará ni a juicio: se archivará provisionalmente por falta de pruebas.
En este último ejemplo, puede haber razones que justifiquen lo sucedido. A veces, la dominación machista en el seno de la pareja es tan intenso que, tras el estallido liberador de la denuncia, los ánimos se aplacan y la víctima comienza a arrepentirse, terminando por esa negativa a declarar. Los juzgados están llenos de este tipo de ejemplos. Y desgraciadamente, las páginas de sucesos también. Tanto va el cántaro a la fuente, que al final el agresor termina transformando la humillación y la paliza como hábito matrimonial en un asesinato.
En otros casos, las razones son más sospechosas. Tengan en cuenta que, en un procedimiento de divorcio civil normal, la vista de medidas preliminares puede señalarse a seis meses vista; el procedimiento principal, a un año. Eso es mucho tiempo aguantando a tu lado a alguien a quien no soportas. Sin embargo, con una denuncia de violencia de género, en 24 horas, una mujer que obtenga orden de protección se quita de encima a su marido, que queda obligado a abandonar el domicilio, pierde la custodia de los niños y queda obligado a abonar una pensión de alimentos. Además, en caso de denuncia de violencia de género, la custodia compartida queda descartada como opción, lo que introduce una poderosa palanca de negociación en el proceso de divorcio. Son razones muy golosas para usar ese arma legal.
Sin embargo, distinguir entre las dos variantes de este ejemplo es prácticamente imposible. De hecho, por definición, ES imposible, ya que la investigación judicial se detiene.
La estadística de la Memoria Fiscal es congruente con esa imposibilidad, y no refleja cuáles de estas absoluciones/sobreseimientos son justificadas, y cuales son, como diríamos… sospechosas.
Así pues, existe un ingente caudal de procedimientos que terminan en sobreseimiento o absolución, en un tipo de procedimiento que está diseñado específicamente para reducir al máximo esa posibilidad. Algo no cuadra.
Si recuerdan la película “Cadena Perpetua”, Andy Dufresne era el único preso culpable en la prisión de Shawshank, todos los demás se consideraban inocentes, porque “el abogado la cagó”. Así pues, se pueden imaginar las consecuencias en un sistema que produce semejante porcentaje de absoluciones y sobreseimientos cuestionables: el clamor contra la culpabilización automática del género masculino, la inversión de la presunción de inocencia, etcetera.
Esto, y no otra cosa, es lo que echa gasolina al fuego de este debate absurdo. Y digo absurdo porque, desde un punto de vista estrictamente nominalista, ambas partes no discuten, ya que no hablan de lo mismo: mantienen un diálogo de besugos.[1]

Referencias